Sólo le ví dos veces. La primera en el Palacio Vistalegre cuando el festival del Platanito, siendo novillero. La segunda en Las Ventas compartiendo terna con Curro Díaz y "Morenito de Aranda" despachando ,un domingo de Ramos, la peor corrida que he visto en mi vida. Un infumable encierro de "San Miguel" que se convirtió en un auténtico suplicio.
No tuve la suerte de verle triunfar, ni bordar el toreo, pero siempre creí en él y le guarde Fé. Su forma de hacer el toreo encajaba en mi manera de entender lo que es torear, encontrando en él la personalidad suficiente para suponer que era un torero interesante. Serio, recio, en la línea sobria de los toreros de Castilla, sólo que salpicado con una profundidad en su toreo cercano al arte como concepto.
Se retira de los ruedos sin tan siquiera haber recibido esa ovación que, emocionadamente, los toreros reciben cuando se desprenden del añadido en las rayas del tercio. Lo hace ahora, justo cuando la temporada principia y después de haber hecho el paseíllo en la Monumental de México. Que no es poca cosa.
Su marcha del toreo deja al descubierto que, efectivamente, algo terrible está ocurriendo en la Fiesta cuando abandonan toreros con cualidades de sobra mientras las ferias programan carteles que sólo se diferencian de los de hace una década en que, ahora, proliferan los mano a mano faltos de interés para el aficionado, y sobrados de conveniencia para quienes manejan el negocio.
Y me acuerdo ahora aquella tarde de marzo en Valladolid, cuando paseando por el Campo Grande hacía memoria de los toreros de la tierra, recordaba a Leandro Marcos y pensaba para mis adentros: que pedazo de torero hay aquí en Pucela.
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